viernes, 22 de febrero de 2019

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A Sabinarrosa las inquietudes y curiosidades más rebuscadas lo tenían rumiando sus pensamientos. ¿Qué iba a soportar una cháchara banal, con algún hijo de vecino sobre si tal partido de fútbol o las bochas? Menos perder tiempo leyendo la sección política de los dos diarios oficiales de la zona. El enciclopedismo lo tenía consumido y distraído. Lo último, y  tuvo que confirmarlo con algunas lecturas del viejo Herodoto, que en lo evidente histórico, no existió ningún reinado de Salomón, mucho menos la ficción tejida a su alrededor, lo cual daba por inválida la presencia de la reina de Saba, otra mera invención. Y del harén legendario, apenas si se limitaría a siete mujeres, cada una representación o alegoría de los siete planetas y que situaba al inventado Salomón como sol y fuente de luz. Pero todo era mera alegoría, fantasía para refrendar un mito fundacional inexistente y cuyos trazados de rastros de su pasado, no cabían lugar en lo físico y visible de este planeta. Si Salomón no existía, la pista se situaba sobre un personaje real, que sí existió, que tenía abundante harén, templos y distribución política. Se trataba nada más que de un faraón egipcio llamado Amenofis III el sabio, cuya figura fuera usurpada y trastocada en una leyenda semita sin origen cierto como el de Salomón. La inexistencia de este personaje desvirtuaba muchas cosas. Y era algo que quería darse de lleno Sabinarrosa, ahondando más en este personaje egipcio, el olvidado Amenofis, al que se le atribuye la autoría de varios papiros, hoy por hoy dados por perdidos o quemadas sus copias, cuando uno de los sucesivos incendios de la biblioteca de Alejandría. Los días de otoño se sucedían iguales para Sabinarrosa, lo que era su lento devenir, era en contrastar tantas fuentes posibles: era un tema delicado, de mero revisionismo histórico. Pero había una traba: Catay Cipango. Era quien atesoraba la única copia en todo el sur, del Papyrobon, un texto que más parecía una ensalada de tantos textos reunidos, de entre los cuales, un par de ellos podrían satisfacer la curiosidad de Sabinarrosa.

Pero acudir donde Catay Cipango era un fastidio, un remedo molesto de un aficionado al esoterismo, un improvisado que no practicaba o profundizaba en este campo, apenas vería lo espúreo y superficial de cada tema y anotarlo en forma de panfletos o cuadernillos de publicación autofinanciada y que se vendían en algunos kioskos. Temas variopintos desde una relación muy básica sobre los elementos de la naturaleza (calando de paso la absurda historia de las hadas fotografiadas y que le dejaron en ridículo a Arthur Conan Doyle), sobre los siete cuerpos (mal explicados, Catay Cipango cree que son siete los cuerpos etéricos –el hombre no entiende nada), una larga e indigesta explicación sobre los signos zodiacales (que mejor lo resumen los maestros astrólogos del Brasil, con publicaciones más sencillas y fáciles de entender por el populorum, anexando nombres de famosos para cada signo), alguna crítica contra la masonería (con Jakim Boor como recurrente y única fuente consultada), entre otros temas que si bien son interesantes, por el tamiz de Catay Cipango resultan grotescas y vulgares en cuanto a sus dilucidaciones y manías impresas. Lo que busca es alimentar su ego y perfilarse como un divulgador y conocedor esotérico. Los lectores incautos se hacen de sus obrillas, descartables por cierto. Pero eso es un engañamuchachos. Lamentablemente, una de las deformidades de Catay Cipango es que tiene una rica y exquisita biblioteca, mal aprovechada, y de entre ellas, la copia del inefable Papyrobon, y la enciclopedia completa del proyecto Diderot, traducido (el de los 89 tomos de color negro y letras doradas). Catay Cipango se movía en el reducido mundillo de los esotéricos uruguayos como un estorbo, un error de momento no descartable.

Otro libelo suyo, de tiraje reducido, trataba sobre la manipulación de pensamientos a través de la "telepatía a distancia controlada", cosa que no era cierta ni probada de realizarse, como interponía Sabinarrosa, más conocedor del tema. En alguna convención sobre la tenida blanca (no se percibía si eran masones, los Ekankar o cierta ala rosacruz de membresía abierta) en la que se hallaban reunidos tutilimundi, Sabinarrosa le espetó sobre lo ridículo de su última publicación que se había agotado en los kioskos: el planeta rojo que amenazaría con destruir el planeta Tierra entero. Era a voces sabidas sobre la todavía no tan inminente presencia de un cometa destructor, que alertaría para aquellos que vivieran en el 2100 en adelante. Pero para estos tiempos, era solo fomentar un pánico innecesario entre los lectores ignorantes de estos temas profundos. Catay Cipango solo sonreía, le dijo que ya estaba preparando una nueva edición de esa publicación, que desapareció en menos de dos días. Encima, inconsecuente con lo que pregona. De seguro su fuente era un oscuro brasileño de apellido Rimbolú.    

Fue en una muestra fotográfica sobre los Sadhus de la India, aquellos seres excepcionales que logran realizar proezas fuera de este mundo. A Sabinarrosa le incomodó ver a Catay Cipango, pero luego del saludo protocolar correspondiente, cambió de luz y le preguntó si aún cuidaba su copia del Papyrobon. Catay Cipango, gozando el hecho de sentirse un poco más importante, le respondió que fuera a visitarlo a la mañana siguiente, que tenía un par de asuntos que le podrían interesar. Una oportunidad para ver y reconocer los textos que guardaba en su biblioteca particular.

A las diez de la mañana estaba puntual tocando Sabinarrosa la puerta de Catay Cipango. Cuando abrió, lanzó una mirada a su alrededor y lo hizo pasar. Sabinarrosa se percató de ello y le preguntó qué pasaba. Catay Cipango estaba con los nervios crispados, como si no hubiera dormido. Quizás fuera algo de dramatismo y alguna representación histriónica, pero algo no marchaba bien. Catay se disculpó y le hizo pasar a su estudio. Sabinarrosa estaba embelesado, unos minutos de paz recorriendo sus iluminados estantes, revisando tomos y portadas de libros que sostenía entre sus manos. Hasta que encontró el Papyrobon, un grueso ejemplar empastado y con forro de tela dura. No había otro similar en toda esta latitud sureña. Pero su mirada se desviaba hacia otros libros, que gritaban "llévame, llévame". Había Papus, Etteilla, algunos de los que ya tenía consigo, otros de autores pocos conocidos, Pearlman, Richman, Donovan, entre otros sin autoría. Catay Cipango demoraba en volver. Sostuvo el Papyrobon y buscó en el índice los dos artículos que le interesaban con respecto de Salomón. Ambos textos eran breves, y mientras no se apareciera el anfitrión, los leería in situ, aunque estaba incómodo, porque a la par, quería revisar aquellos otros libros que estaban ahí expectantes, de títulos interesantes y poco conocidos.

El primer texto carecía de autor, pero confirmaba lo que ya sabía Sabinarrosa, que Salomón fue invención y figura literaria, no un personaje histórico, lo cual dejaba por los suelos cualquier leyenda que tuviera entronque con el Salomón mítico, como era el caso de las publicaciones atribuidas a su autoría (Cantar de los Cantares, Eclesiastés, Clavículas menores y mayores) o el de Hiram Abif, figura alegórica que dio inicio a la masonería con los símbolos que se adherían a su asesinato, como morir apuntando al este, entre las columnas Jachim y Boaz, por los Juwes, que eran Jubelo, Jubela y Jubelum, sus ayudantes asesinos. Si no existió Salomón, echaba al traste la leyenda de la Reina de Saba, y el mítico harén de las 900 mujeres. (Lo cual echaba al traste también todo intento de origen antiguo de la  masonería especulativa, que decía nacer de la mano del asesinado Abif.)

El segundo texto, firmado por un tal W. Smith, renegaba que las minas y el gran Templo, no correspondía de la mano de Salomón, sino de un faraón, al que según el texto no lo nombraba porque carecía de fuentes egiptólogas (hubo un auge importante sobre esa materia en los 70s, pero el texto fue publicado antes de esa difusión). Salomón se desvirtuaba en ser tan solo una alegoría que representaba al Planeta Tierra, y siete mujeres suyas, a cada planeta conocido durante el tiempo, antes de los años 30 del siglo XX, cuando se descubrió Plutón. La discusión del texto dilucidaba si Salomón era la Tierra misma y no el Sol, por ser un personaje mítico superior al rey mismo y una de las mujeres desaparecía, porque hasta ese entonces solo se conocían seis planetas además de la Tierra. En eso estaba cuando volvió Catay Cipango, cambiado de ropa y menos temeroso, como hacía un rato.

Sabinarrosa apuró su lectura, le faltaba un par de cuartillas para completar su lectura. Luego cerró el libro, ante la profunda y atenta mirada de Catay Cipango. Sabinarrosa estaba incómodo, quizás había llegado en un mal momento, pensó. Se quedaron ambos mirándose e interrogándose sin decir nada. Catay Cipango dio un resoplido y sacó de un cajón de su atiborrado escritorio un sobre. Se lo mostró sin decir nada a Sabinarrosa. Leyó el texto de la breve carta. Luego miró asustado a Catay Cipango. A diario recibo anónimos que insisten en que deje de publicar los cuadernillos que se venden como pan caliente, dijo Catay. No gano mucho, pero despierto el interés en la gente. Pero esta carta no va dirigida a mi, estimado amigo. ¿Cuándo pensabas dármelo?, preguntó tímidamente Sabinarrosa. Conociéndote, quizás nunca, pero luego me preguntaste por este libro y acá no puede haber una coincidencia, uno más dos es tres. Sabinarrosa iba a hacer el ademán de devolverle la carta. Quédatelo, le dijo Catay, está dirigido a ti, es a quien buscan, solo prepara tu casa para cuando vengan hasta aquí. Ya habrá ocasión de que me los presentes. El ambiente se enrareció, los silencios llenaban este extraño diálogo entre dos que no se quieren ver, ni en pintura.

Sabinarrosa se paró y Catay hizo lo mismo. ¿Averiguaste lo que querías saber del Papyrobon?, le preguntó. Sabinarrosa le respondió que sí, y le iba a preguntar si podía dárselo en consigna por unos días. Antes que sigas, le cortó Catay, no puedo prestártelo, ya sabes lo que me pasó con el Goaccino para que lo destrozara Mario Marccelo. Sabinarrosa asintió resignado, recordando esa vieja historia, para que un ex pastor destrozara una bella obra de arte de miniaturas iluminadas como lo era el Goaccino, lo que hizo huraño y muy cuidadoso con sus libros Catay Cipango. Pero lo de Mario Marccelo fue el acabose aquella vez. Ni modo, regresaría a su casa, pero no con las manos vacías. Ambos artículos del Papyrobon no se extendían más con respecto del asunto salomónico. Pero lo de la carta lo dejó intrigado. Tendría que adecuar y aderezar la casa para los cuatro viajantes que anunciaron por anticipado su viaje y el hospedaje, según las señas, en casa de Sabinarrosa.

Se dice que luego de Plutón, el noveno planeta, le siguen tres planetas más: Vulcano, Ursus y Vestus, completando así 12 planetas orbitando alrededor del sol. En tiempos anteriores, la misma luna y el sol fueron considerados planetas, cosa que la alquimia se encargó de aclarar diferencias entre un satélite de tierra inerte y una estrella que brilla por combustión de los gases, pero publícalo en los tiempos que quemaron a Giordano Bruno, iniciado de alguna fraternidad y condenado por hereje, o ante los censores de Copérnico que nada pudieron hacer ante su modelo astronómico, que se difundió más y sus conclusiones aniquilaban el heliocentrismo. La obra de Copérnico fue destinada a quemarse en repetidas ocasiones, inscrito como libro prohibido en el Index o lista negra de libros que merecían la hoguera, 
pero varios ejemplares suyos alcanzaron los confines donde no llegaba la obligación de desaparecerlo. La censura de hoy en día es risible, más se aplica en los diarios y panfletos con sesgos políticos. En cuanto a temas polémicos en lo esotérico, no llega a mayores, por desconocimiento total y estar habituado a ser distribuido en un círculo reducido, no masivo. Catay Cipango pretendía aportar con granitos de arena incentivando el interés por estos temas. Pero el problema era que lo hacía mal, desconociendo por completo el tema, ignorando lo que guardaba en su propia biblioteca para al menos elaborar una asentada monografía con base y citas de fuentes, sin necesidad de incitar al sensacionalismo y brindar unos conceptos nada esclarecedores, en cuanto a sus panfletos y cuadernillos característicos, meros mamotretos frutos del facilismo y la dejadez.

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