miércoles, 27 de febrero de 2019

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La carta de la duplicidad es la representación de la vida interior, el mundo inmaterial y el infinito. El treinta y ocho es la interiorización de alcanzar la verdad eterna e inmortal. Recibiste el apoyo divino de una entidad en un momento propicio de tu vida, te preparó para ser una profeta en ciernes, misma Deus ex machina, cuando creías estar abandonada y desahuciada por la sociedad.

Ahora recibes gracias de tus nuevos adeptos, alojamiento, comida, seguridad y un pequeño espacio habilitado para ti, donde preparas tus nuevos discursos y mantienes contacto con la entidad. No tienes que irte a lo alto de un ziggurat o a la falda de un monte a buscar y revelar las nuevas profecías, sino recibirlas desde la comodidad donde te alojas y te dan de comer. Crees tener la vida resuelta, aún te emociona como ha cambiado el estilo de tu vida en tan poco tiempo, de la miseria a la holgura, cuando te preocupaba qué sería de ti cuando te echaron de la casa. 

A Zhaba le regalaban las más delicadas piezas de tela, nueva ropa confeccionada especialmente para ella por sus nuevas amigas cercanas y adeptas. La seguridad de una profeta es primordial para enfrentarse ante una cofradía de misóginos y matones. Nunca se puede esperar nada bueno de ellos. Un guardaespaldas está pendiente de ella y en todo momento la cuida cuando va a dar sus discursos al zoco. Zhaba está prevenida y muy al tanto del odio visceral que genera entre los priestes, cuando se reúnen en los ziggurats. Es una vil competencia, en el cual los zynits, abarcadores de un monopolio religioso, sienten que se les tambalea el alcance de su poder ante cada nuevo discurso de Zhaba. Entre ellos proponen desaparecerla, a como dé lugar al costo que eso implica. Otros, cambiar algunos discursos anticuados, los cuales exigían una férrea voluntad, para atraer de nuevo a sus fieles. Pero eso sería incurrir en un revisionismo, que nunca trae nada bueno cuando se trata de cambiar costumbres y menos cambiar la palabra divina establecida, ante la oposición de aquellas mociones. No son conscientes, cada vez se les escurre el poco poder que les queda entre sus manos. Sus torpes y lentas decisiones les hace perder fieles cada día que pasa. 

La profeta habla fuerte y claro, dice las cosas por sus nombres y hace ver lo absurdo de varias ceremonias y prácticas religiosas, consideradas tradicionales. No son más que imposiciones humanas, antes que divinas. Si no tienen una base o un sustento de esa naturaleza, el mensaje anuncia no hacer caso, desobedecer y no cumplir lo que mandan aquellos preceptos y ordenanzas. Escuchad a la profeta, sus nuevas revelaciones son lo que necesitan hoy en día y es para todos, sin ninguna distinción. No hay una deidad varón de otra cultura que se ocupara hasta en el más mínimo detalle, de cómo debe vestir y comportarse una mujer, de tratarla como un objeto y mercancía de pago en acuerdos comerciales. Han estado adorando a un dios misógino que desprecia a sus propios fieles.

Zhaba pregona los nuevos mensajes y designios de una deidad femenina, cual madre desvelada por sus hijos, anunciando la buena nueva. Es más fuerte que el disminuido ente masculino, ocupado solo en alabar y premiar a los hombres y excluir a todos los demás, entre ellos niños, animales y sobre todo, a las mujeres. En términos sencillos la profeta aclara varios conceptos a sus seguidores: el origen de la vida, el diario devenir de cada uno, lo que hay que guardar y como alimentarse a base de granos y cereales, el cuidado de la higiene, la salud, etc.

Bastaron algunos discursos con pocos fieles en un inicio, para que Zhaba se armara de valor. No percibía la compañía de Zurimi cuando predicaba su palabra. Era ella misma, quien tomaba las riendas de dejarse llevar y difundir nuevos mensajes y preceptos a sus fieles, los que cada día se contaban por centenares. Pocos fueron los afortunados, quienes se sentaban muy de cerca, para verla levitar unos diez centímetros por encima del suelo por cortos intervalos. Zhaba no usaba su limitado poder divino cedido por Zurimi, ese fue un truco aprendido de los zinguruts, para hacerse notar más y combatir contra los zynits. Desde entonces, cualquier predicador que se quedara siempre en el suelo, no era prueba suficiente de recibir inspiración divina. Se le ridiculizaba y era relegado de su lugar de prédica. Eso ocurrió también con los otros charlatanes y mendigos del zoco, al igual que los priestes. Si no levitaban, no eran profetas y por ello sus preceptos no debían ser escuchados. La valla que estableció Zhaba era demasiado alta para superarla, nadie levitaba como ella. Se corrieron las voces, hacia los confines más recónditos, de la historia de una profeta que estaba cambiando todo el régimen antiguo y caduco de los zynits.

Antes de uno de sus discursos memorables, los zinguruts le enseñaron un truco inusual pero válido, que consistía en despedir rayos de luz a través de sus ojos, dotándole de un aspecto fantasmal, con la luminiscencia saliendo de sus ojos. Era una artimaña que practicaba cuando se ocultaba el sol. La gente se sentía bendecida, cuando veía caer en sus rostros aquellos rayos luminosos blanquecinos. Iban a verla por sus milagros, pero se quedaban prendados de sus mensajes y preceptos, que eran más acorde para ellos, que las estrictas órdenes de los zynits. Por su parte, ellos entendieron que si no hacían algo urgente, sería historia y olvido los rituales en los ziggurats y la palabra del dios Zin Uru, cada vez venido a menos.

En cuestión de pocos meses, Zhaba constituyó una secta, la cual cada día ganaba más adeptos y crecía exponencialmente. Los fieles dejaron de lado sus creencias, basadas en el monolitismo de Zin Uru y se pasaron al bando de Zurimi y su profeta Zhaba, la alzada. Ese apelativo la distinguía, porque predicaba alzándose por encima del suelo. Su verbo se hacía verdad e iba cuestionando todo aquello que hacía tan opresiva la vida de sus fieles, ex adoradores de Zin Uru. Como toda secta que iba creciendo, las calles se volvían turbulentas, sobre todo cuando los priestes se dejaban ver, avergonzados, anunciando nuevas para que regresen al culto anterior, pero la gente al ver que no levitaban, ni caso les hacía.

Con los pocos poderes que Zhaba obtuvo de Zurimi, podía convencer a las grandes mayorías realizando pequeños milagros. Lo complementaba con unos trucos aprendidos de aquellos espíritus mercenarios, los zinguruts, quienes la contactaron para ayudarle a conquistar más fieles. Se llamaban Harut y Marut, sabedores y muy entendidos de la magia y las artes nigrománticas.
La seductora apariencia exterior de ambos ponía el entredicho si se trataban de ángeles o demonios, los que Zhaba solo podía ver. Tenían un trato, no completado en su totalidad, que era conversado cada cierto tiempo, mientras ella se recluía a fabricar nuevas revelaciones. Ellos le ayudarían a que los fieles se contaran por miles, a cambio del uso de varias artimañas que aplicaría ella al pregonar sus nuevas. El trato consistía en no entrometerse en los planes secretos de ambos zinguruts. Ellos harían uso de su ciencia secreta, el de la aspiración de energía masiva, relativamente fácil de lograr, cuando había tanta gente reunida. 
  
Zhaba se acostumbró a los largos intervalos de la desaparecida diosa Zurimi. No siempre estaba a su lado y los mensajes debía hacerlos ella de su propia cosecha. Con Harut y Marut, aprendió algunas técnicas para causar una mayor impresión a través de sus discursos. Los nuevos mensajes canalizados por Zhaba tenían más versos propios que los de una deidad ausente. Un séquito, junto con el guardaespalda, la protegían las 24 horas del día y no permitían que ningún indeseable se le acercara o le sucediera algo. Dejar de ser una pordiosera de la casta de las intocables y elevar su estatus, era como haberse sacado la lotería. Ella buscaba el glamour y la belleza que otorgaba la fama. Insistimos, el lunar que tiene en la espalda con la forma de un cañoncito, era su marca de profeta, de brahman. Ahora era tiempo de mandar construir un primer gran templo, para la adoración absoluta de ella, Zhaba, la profeta. 

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