jueves, 7 de marzo de 2019

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¿Hay algún lugar, en el mundo, donde respeten a las mujeres, las hijas de Isis, de Ma'at? Donde son esclavas, servidoras de sus amos, tratadas como objetos, residuos, peores que la escoria, clamando tantas veces ellas en silencio o en sollozos, la desgracia de haber nacido femenina, de ser abusadas, explotadas, hacerlas trabajar hasta la extenuación y la inanición. Aguantar las pataletas, cargar hijos como el castigo más irreprochable, no poder librarse de las pesadas cargas, estar encerradas o no poder comadrear, aguantar las tantas infidelidades o los discursos ridículos de fidelidad declarada, pero que a la larga son tantísimas las rayas de la hipocresía, el callar andando ante los insultos, el no poder manifestar su corporalidad ligero de ropas o pieles, asumir para toda la vida el rol de sumisas sin derecho a chistar, reclamar, reir o incluso llorar demasiado fuerte, para evitar los apaleamientos o más días de encierro. 

A Dinah la echaron a la calle de un momento a otro. 

Los doctos hombres, son esclarecidos religiosos llamados zynits. Predican y leen la palabra del libro sagrado llamado el Zuhit. Todo lo que ordena el Zuhit es acatado sin modificar nada. Si dice a, b, c, y d, no hay e, f, g o h. Solo a, b, c y d. Si no, se aplican cláusulas prácticas por desobedecer la palabra sagrada y generar rebelión o herejía ante lo divino. Entre sus preceptos, inventados por cierto, no está visto como malo maltratar y tratar a la mujer como poca cosa, sino como un aliciente a que desempeñe su rol de sumisa. Los zynits son fuertes. Cada martes, o tercer día de la semana, practican el ayuno, deben dejar sus trabajos e iniciar el peregrinaje hacia el ziggurat más cercano, donde se hallan reunidos desde las primeras horas del día, los demás hermanos zynits. No se admite a ninguna mujer en esos torreones de piedra y barro seco, construido lejos de las poblaciones para adquirir un tinte de lugar sagrado. Los rituales son simples, donde el resto del día se echan a dormir en los descansos, comentar algunos pasajes del Zihut, comer frugalmente y esperar a que se esconda el sol, cuando se hace el último de los rituales y la mayoría de los zynits retornan a sus hogares, donde se supone les espera la cena recién servida y los servicios de su criada-esposa-esclava.

Dinah pasaba hambre y las inclemencias del día soleado, sin agua, vagabundeando sin rumbo fijo.

¿Todos se van de los ziggurats? No, apenas se queda un reducido círculo de priestes, mal llamados sacerdotes, porque el celibato o la santidad ni les va, ni conjuga con ellos. Son aquellos que deciden las reglas y nuevas disposiciones de la población sobre la cual detentan el poder. Lo que se repite una y otra vez hacia el futuro: jamás hubo enlace divino entre los dioses y los hombres, para temas de dirección de política y castigos. Ese infierno lo imponen los propios hombres, faltos de afectos, cariño y misóginos en toda su regla. Los que se quedan en la cúspide del ziggurat han de iniciar a la hora precisa, una serie de rituales nocturnas, del cual nada se conoce. Sus oscuras intenciones surgen en estas reuniones.

Dinah, por cuestiones del infortunio, fue arrastrada al ziggurat más cercano. El hambre le carcomía por dentro. Esperanzada que luego se retiraran los priestes, encontraría algo de comida o lo que fuera. 

Los ziggurats apenas contienen una explanada en lo alto, y las graderías que tapan la ridiculez del montículo. Los zynits los construyeron a propósito, para establecer cercanías con sus dioses, de lo cual uno de ellos fue el autor original del Zuhit. Para hablarse de tú a tú con ellos, había que construir una plataforma de mayor altura, para estar en contacto con las estrellas. Aquellos priestes, los cuales podía ver Dinah, escondida entre los matorrales, ejecutaban un ritual que no tenía cuando terminar. Apenas si escuchó unos quejidos, un golpe seco y algunas oraciones que no cesaban durante la operación. A los alrededores no había nadie más. Solo ella, escondida en la espesura de las plantas, y los priestes, en lo alto del ziggurat que parecían estar cortando algo. Las horas avanzaban, la luna en creciente, cuya luz era débil, iba acompañada de las extrañas formaciones de algunas estrellas fijas, que se movían en otra dirección.


Dinah fue echada a la calle, la acusaron de un robo que no cometió. Le tenían ojeriza desde hace tiempo, encontraron la excusa para arrojarla sin sus pertenencias. Y ¡hala!, la tienes ahí espiando en busca de comida.

Debido a la larga espera, se le entumecían los músculos de sus piernas y adoptaba una nueva posición vigilante. Sintió pasos, señal que bajaban aquellos hombres. Esperó un rato por precaución, no fuera que uno de los priestes regresara por si se olvidó de algo. Subió con cuidado la escalinata, la poca luz de la luna la guiaba en sus pasos. Cuando subió a la explanada, no encontró fruta o migas de pan ázimo. Apenas divisó algunas vísceras y manchas de sangre. Decepcionada, vio un misterio revelado, pero sin entenderlo. No se sabía con certeza qué ocurría en lo alto de los ziggurats, era un secreto mantenido a medias. El trote de subir con miedo el ziggurat, sabiendo que es lugar prohibido para mujeres, más la angustia de no encontrar algo qué comer, la hicieron rendir sus fuerzas y dormitar lejos de aquellas vísceras. A la mañana bajaría y buscaría comida en otro poblado, caminar por el desierto de noche era exponerse al peligro.    


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