sábado, 2 de marzo de 2019

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La eternidad de las almas. Dos que se encuentran sabrán que será para siempre. No importa la putrefacción de los cuerpos, estas dos almas se encontraron y serán una sola cuando se funden en el orgasmo divino de volverse un ser completo, de ser luz divina olvidando ser materia de barro. 

Con la inmortalidad a cuestas, dejarían pasar los siglos a su alrededor e impidiéndose mutuamente no regresar a la Fuente Original. Intercambiarían los papeles: él, Isnard, una mujer en una vida, ella, Elouise, asumiría un rol masculino, para en la siguiente generación, ella volvía a estar dentro del cuerpo de una mujer y él la buscaría galantemente, sin importar el entorno. 

Fueron lombardos antes que franceses; de éstos en pleno estallido de la Revolución Francesa y conocieron brevemente a Diderot; se fueron luego a la zona septentrional del Yukón para posteriormente pasarse a Irkust (o cuando Irkust existía, hoy seguramente reducido a una ciudad con canales); fueron peregrinos saharahui de largas caminatas en duros y ásperos entornos; fueron campesinos griegos (viviendo una miseria, pero felices); fueron turcos cuando lo de Kemal Ataturk; no fueron persas pero recorrieron todo el América del Sur poseyendo cuerpos momentáneamente (no más de dos años, coincidiendo con una matanza sistemática entre ideologías contrarias y tiempos de dictaduras); ahora seguramente asentados en Timor Oriental o Vanuatu, quién sabe de donde se desarraigarán cuando les toque la luna mortecina, anunciando el momento de dejar los cuerpos viejos para pasarse a otro nuevo, en pareja. 

Se tenían prohibido poseer gemelos o mellizos: las consecuencias en la adultez serían bárbaros. Había que huir cuando veían a los psicopompos, disfrazados como una bandada de canarios o una jauría de perros. Isnard y Elouise habían conocido tantos nombres, tantas caras, tantos lugares y sin embargo, mantenían la misma chispa, de cuando se entrevieron inmortales, el uno para el otro, el uno hacia el otro.

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